“Hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén”
(Lc 2, 36-40)
Estamos en Jerusalén donde María y José han ido para cumplir la ley de la purificación, a la entrada del templo se han encontrado con Simeón. La liturgia hoy presenta a Ana, quien había estado casada de joven siete años y luego había vivido su vida como viuda, tenía 84 años, por tanto, era anciana como Simeón y también ella aguardaba a esta edad el cumplimiento de las promesas de Dios para con su pueblo. Así como la lectura del apóstol Juan lo narra, en Ana se cumplen las promesas: “Les escribo, padres, porque conocen al que es desde siempre” y Ana tuvo la gracia de conocerlo, no solo como develación del misterio en su vida de fe y camino de crecimiento espiritual, sino porque sus ojos físicos y desgastados por los años tuvieron la fuerza de contemplar la luz verdadera.
Contemplar el Mesías no fue fruto de la casualidad, sino del corazón vigilante, “no se apartaba del templo, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones noche y día”, esperar al Mesías fue una actitud de toda su vida porque tenía la firme esperanza de la liberación: “… hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén”, junto a la esperanza de su pueblo poseía la convicción de su corazón. El texto finaliza la escena afirmando que María y José volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. Si bien habían recibido la confirmación de la misión de su hijo permitieron que en la cotidianidad de los días acontezca y madure el proyecto de salvación de Dios hasta el tiempo propicio, y maduro, “el niño, por su parte, iba creciendo en gracia y robusteciéndose, lleno de sabiduría; y la gracia de Dios estaba con él”.
Reflexionemos: Cultivo en mí la actitud de reconocer la gracia de Dios para que todo don acontezca en la cotidianidad de mis días como manifestación de su bondad misericordiosa.
Oremos: Padre bueno y Dios de la vida, mis ojos han contemplado el misterio de tu amor manifestado en la Palabra, la Eucaristía, los sacramentos. Que el don de tu Espíritu acompañe mis días para que también crezca en gracia y sabiduría.
Actuemos: Reflexiono, ¿cómo cultivo la capacidad de esperar las manifestaciones de Dios en mi vida?
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